El ocaso del viernes se acercaba, todo el pueblo esperaba
impaciente a Antonio. Llegó en coche Don Ernesto y paró enfrente de nosotros,
de la parte delantera del coche salio él y su esposa, de la trasera salió
Antonio. No parecía el mismo. Con un bonito traje de seda marrón, una camisa
blanca preciosa, una corbata a rayas blanca y roja, unos zapatos de cuero negro
y repeinado para atrás como buen chico de ciudad, se acercó a mí para
abrazarme, a pesar de nuestra cara de descontento. No pude negarle el abrazo
porque por mucho tiempo que haya pasado o por el poco recuerdo que mostró en su
ausencia, seguía siendo Antonio. Después de mi siguió con Carmelo,
posteriormente con Rodrigo, finalizando con Ricardo.
Sacó una botella de whisky escocés y nos propuso ir a su casa para
hablar y tomar unos tragos, al igual que en el momento en el que abrió sus
brazos para cogernos, no pudimos negarnos. Parecía que no había pasado nada,
que no le importaba el habernos dejado de lado 7 años; pero en su casa seria el
mejor lugar para decirle lo que sentíamos.
Allí estábamos, en el porche de su casa enfrente de cinco vasos
llenos de rico whisky, sobre una mesa de madera de roble, sentados en sillas de
mimbre y con muchas preguntas que hacerle. Solo hice la sencilla pregunta del
por qué. Antonio nos miro extrañado sin saber a que nos referíamos; en ese
momento uno a uno le recriminábamos no habernos escrito, no habernos visitado,
no habernos invitado al compromiso, no habernos noticiado de su noviazgo, no
haber dado recuerdos a sus padres para nosotros, en definitiva, haberse
desentendido totalmente de sus amigos, de su pasado.
Sorprendido nos dijo que nos escribió cada semana, que dio
recuerdos para nosotros a cada visita de sus padres, que mando a través de su
padre la invitación, que no iba al pueblo por estudios pero que nos recordaba
cada día; ahora las preguntas y las sensaciones cambiaban, sentí lo mismo que
cuando Don Ernesto me dijo que Antonio se casaba. Don Ernesto, él era la clave.
Cruzamos miradas y sin mediar palabra nos levantamos y fuimos a buscarle,
Antonio sin comprender por que
buscábamos a su padre nos siguió entre corriendo y andando ya que nuestro paso
era ligero. No había cartas, no había recuerdos, no había anécdotas, Antonio
cambió su gesto de sorpresa por uno de odio y comenzó a andar más vivamente.
Don Ernesto bromeaba y reía con Ponce, hasta que nos vio llegar.
Entonces Ponce salió de escena y Don Ernesto cambio el rostro. Su hijo le cogió
por la corbata y le exigió explicaciones, una sonrisa acompañada de la frase
que nadie quiere oír, que le hace saber de un golpe lo que piensan de él, que
muestra las diferencias que nos separan a los hombres, fue suficiente para que
Antonio le diera un sopapo y la espalda. Ni siquiera un “lo hice por ti” cambió
las cosas.
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