martes, 26 de febrero de 2013

El perfecto Casado. Capítulo 1


En ese momento el anillo cayó y rodó por el suelo de Santa Catalina, solo se oía el roce del metal con el mármol blanco que estaba bajo nuestros pies. Seguí la trayectoria del anillo desde que cayó de mi mano, viendo su fugaz libertad, hasta que chocó con el zapato italiano de Antonio, finalizando su travesía. Todo el mundo boquiabierto y sin parpadeo observaba a Antonio, mi gran amigo Antonio Casado. Nadie creía lo que dijo.


Claudia no supo qué hacer y lo único que le pedía el cuerpo era echarse las manos al rostro y correr, miró a Antonio con una lágrima en la mejilla y así lo hizo. Con su blanco impoluto salió lo más rápido que pudo de Santa Catalina resonando sus tacones como las gotas de lluvia en un tejado pizarro, mientras todas las miradas y el único sonido de sus pies la acompañaban a través del pasillo central hasta la puerta. Antonio con un paso sereno y recto abandonó la iglesia por otra puerta, la más cercana, sin mirar a nadie, como si nada hubiera acontecido y sin que nadie se percatara, ya que dirigían su mirada a Claudia. Todo el mundo estaba en silencio, sin saber qué hacer, cómo reaccionar, qué decir; hasta que todas esas miradas, porque ni como personas reaccionaban, solo seguían el movimiento, las acciones, analizándolas y tomando conclusiones para ellas mismas, se dirigieron al primer banco, comenzando las habladurías y rumores y rompiendo aquél mágico silencio, que demostraba al fin que eran personas y no simples ojos que se desplazaban. Era Doña Clara que al ver a su hija de tal guisa se desmayó, pero allí estaba su siempre atento Don Julián para recogerla en sus brazos, posarla suavemente en el suelo y coger el abanico color frambuesa que se le había caído para darle aire fresco.


En ese momento desperté de mi sueño en vida al igual que todos los presentes, por el infortunio de Doña Clara, me agaché a recoger el anillo y al no ver el cuero lombardo del calzado de Antonio caí en su ausencia. Tras un rápido cruce de miradas con Ricardo salimos en busca de Antonio, al igual que lo hizo él, sin que nadie se diera cuenta. No sabíamos por dónde empezar a buscar y tras doblar la primera esquina de la iglesia vimos bajo los chopos a Antonio, con su maravilloso traje negro que contrastaba con la bella estampa marrón otoñal y el brillante sol de un mediodía de domingo. Una suave brisa nos recorrió el cuerpo, provocándonos unos escalofríos de enamorado que ve su princesa, que revolvía las hojas de forma ordenada; al mismo tiempo, melancólicamente, Antonio agachó la cabeza. Nos acercamos por su espalda, Ricardo le pasó su brazo por encima del hombro, yo le di un beso en la cabeza y comenzamos a andar sintiendo las hojas bajo nuestro caminar. Anduvimos tres minutos, al ver un banco y que los chopos nos proporcionaban soledad nos sentamos y comenzamos a hablar pero Antonio se negó, lo ya dicho no es necesario repetirlo.