Todo estaba listo para que Antonio disfrutara de su última noche,
su último sábado en libertad con sus amigos, lógicamente como de un hombre
cabía esperar. Ahí estábamos los de siempre preparados y como era la primera
vez que hacíamos una fiesta de ese tipo necesitábamos ir a un sitio de
confianza, a un frecuentado. Rodrigo, Carmelo, Ricardo, Antonio y yo nos
presentamos más pronto de lo habitual en la puerta del Dulce Reggina habiendo
aparcado el coche de Antonio, con el que llegamos allí, al lado del de Genín.
Como era normal Sandra salió a recogernos, miró a Antonio pensando en la ultima
vez que le vio y nos besó a todos prolongándolo más de lo normal al llegar a
éste; vista su hospitalidad no remoloneamos más nuestra entrada. La escena que
nos encontrábamos todos los sábados se repetía, Ponce, el camarero, preparando
sus famosos tragos de oso y Genín nuestro simpático borrachín, desde el mayor
cariño y respeto ya que de no ser por él no tendríamos nuestro mas preciado
disfrute. Saludamos a Genín, que sostenía su copa que nunca vi vacía, y a
Ponce. Antonio se sorprendió porque no esperaba que le lleváramos allí y porque
no se creía que todo seguía tal y como lo dejó, a pesar de llevar 7 años sin
aparecer por aquel lugar.
Lulú también se sorprendió de la vuelta de Antonio y miró con
complicidad a Sandra que no contuvo la risa. El nuevo monumento que nos
prometió Sandra apareció en la barra y acto seguido tomamos posiciones en
nuestros babeaderos, sitio privilegiado donde fijarse en cada movimiento, en
cada curva de su cuerpo, en cada gesto de insinuación que hacia la bailarina en
su escenario para nuestro gozo. Se llamaba Lira y era la guapa, seductora,
inocente y joven hija de Lulú que debutaba frente al indiferente Antonio, se
notaba la madre de la que provenía.
Le dejamos el honor a Antonio de estrenar con un billete ese fino
cordón rojo que no daba pie a la imaginación, que sin pena ni gloria lo colocó
entre la tira y la rosada piel de Lira. Rodrigo al ver a Antonio tan decaído y
con esa actitud, hizo un gesto con la mano a Sandra quien acudió a ver que se
le ofrecía. Sandra tras escucharle fue a la barra y Ponce comenzó a servir cinco
tragos de oso. Sandra fue a los babeaderos donde estábamos, y sin quitar la
mirada de Lira, cogimos cada uno un trago de oso, menos Antonio que sin mostrar
interés por ella le dijo algo al oído a Sandra que sonrió, le dio su trago de oso y se sentó a su par.
Entre la oscuridad del local se encontraban los brillantes
fluorescentes blancos que iluminaban la barra de Ponce y las estanterías llenas de polvo, repletas de
botellas de alcohol. Luces rojas, azules, moradas y verdes bañaban parpadeantes
el cuerpo de Lira que no dejaba de contonearse y agacharse para que tirásemos
de su cordón rojo poniendo billetes que
hacían que ella cada vez girara más rápido alrededor de la barra que estaba en
su pedestal. Hacíamos honor al nombre que dimos a nuestros asientos y
proseguimos tomándonos nuestros tragos de oso sin parpadear y con la boca
abierta, todos menos Antonio que no tomó ni un sorbo de su trago y solo se
dedicaba a charlar con Sandra. Carmelo, como era normal, se disponía a irse con
su amiga Lulú a dar una vuelta, se tomó de una atacada su trago de oso, se
levantó y agarró por la cintura a Lulú. En ese momento entraron más clientes al
Dulce Reggina. Cinco hombres más bien obesos, muy sudorosos y trajeados,
parecían hombres de negocios; Carmelo frunció el ceño y Lulú hizo un gesto de
despedida, tenia que cambiarse ya que esos hombres querían verla bailar. Sin
más Carmelo se sentó y al ver su copa vacía pidió otra a Ponce entre enfado e
indiferencia.
Los hombres de negocios se sentaron en los babeaderos de nuestra
derecha al que salió Lulú unos minutos más tarde, con dos abanicos que apenas
cubrían un trozo de su cuerpo. Mientras Lulú se dirigía hacia los trajeados y
su pedestal intercambió un signo de felicitación con su hija que como respuesta
comenzó a bailar más alocadamente, lo que nos gustó a todos, menos a Antonio
que seguía ausente en su conversación con Sandra. No le dijimos nada, porque
echábamos de menos a ese Antonio que siempre iba por su cuenta, su espíritu
libre que contrastaba con la posición que le condicionaba.
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